Cáncer.
Encarnizada escrófula de neoplásica ceniza, endriago recidivante y sempiterno, tú que describes con tu sangre la senda de nuestra ineludible condena. Puedo escuchar tus lentos y tortuosos pasos bajo los confines del más hermoso jardín en flor; inoculando las raíces con una ponzoña envenenada, un sangriento zarco. Tu miasma plomiza se atavía de calumnias perfumadas con la esencia del engaño, y juegas a ser estrella en una calina de fuegos fatuos. Irrisoria es tu vileza, mas cizañas a quien tocas. Y es absurdo cómo deambulas en esa brújula turbada, esa deriva mortal, esa epidemia de hastío a la que nos sentencias con tu embrujo. Pues ahí te eriges, ahí nos liquidas, ahí nos injurias, en la necrosis de tu dolencia. Y ocluiré tu felonía tras mis párpados volátiles, suturando los agravios que hoy se nutren de una calidez congelada, de una vacuidad marchita. Y beberé de ese instante hasta que el último rescoldo de tu excrecencia quede calcinado. Y convaleceré en la risa glacial de un ayer ya inexistente. Y quizá, cuando el tizne de tu ausencia se pierda en la entelequia, podré embalsamarme en un vacío que jamás pensé sentiría tan lleno.
Addah Monoceros.
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