Pasa la vida, a veces rauda, a veces tranquila. Y yo emulo sus andares en mis días de ton y de son, vislumbrando las lecciones como honrosos obsequios. Me gusta sentirme viva, aunque a menudo me abrume el término medio y salte de un extremo a otro sobre el drama más pueril (¿o senil?). Equivocarme si así lo requiere el sino, llorar cascadas tan infinitas como la risa que tintinea después. Lo cognitivo-conductual de la espontaneidad, el placebo del mañana y del quizás. Y es que hoy he perdido el ritmo; mi corazón bate a frecuencias raras, una extrasístole arrítmica y rebelde, que sin duda alguna ha aprendido de su dueña. Es el frío; sí, hoy sólo noto este frío álgido que repta por mi cuerpo. Inicia la travesía en los pies y asciende subrepticiamente hasta el alma. Y trasnocha en su interior cual transeúnte caprichoso. ¿Cuándo marchará? ¿Cuando me despojaré de su infame losa? Quizás mañana...
Quizás.
Que luego mañana, como con toda maquinaria, pasan inspección. Y sólo encuentran amor, en sus múltiples e imperecederas formas. ¿Acaso puedo hacer otra cosa? ¿Acaso hay algo más que aprender? Cada uno me lo ha enseñado a su particular manera; profesores por doquier, que vienen y van, que dejan pedacitos de su lumbre en mi pequeña locomotora. Y, sin embargo, hoy uno me ha congelado el alma.
Desiste, Hades. Hoy Persephone no baja contigo.
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