Miedo que avasalla, miedo que somete.
Miedo. Miedo que aprisiona, miedo que me pisa, miedo que me mata.
Miedo. Miedo que te inculpa, miedo que desnuda, miedo que te arranca el antifaz.
Miedo.
Me fraguabas como al mármol. Yo era bloque, tú, martillo. Yo era el ángel que vivía reclusa en mi propia prisión.
Mas tuyos eran los barrotes, en mi faz los dibujaste, disfrazando la esperanza que en su día me hizo libre. Y emetizaste la culpa, en forma de promesas caducas; promesas que sobre mi rostro trazaban manantiales de sal.
Buscabas fortaleza, buscabas hierro en mí. La escoria se desmorona, y no quería ser tu broza. Y tu ponzoña, ¡ay, tu ponzoña! Oratoria vacua, que nunca me supo tan llena, y que me vestía de renuencias bajo un mar de cardenales.
Me fraguabas como al mármol. Yo era bloque, tú, martillo. Yo era ángel que luchaba por ser el hierro que amarías.
Pero llegó el miedo.
Miedo que te avasalló, miedo que te sometió. Pues mi voz enmudecida fue la llave de esa puerta que tú mismo habías trazado en los confines de mi ser.
Y el miedo te aprisionó, el miedo, que te inculpó, desnudó tu vil careta y tu furor se desató.
Vituperios, maldiciones, los injurios no dañaban. Esta ciega quiso ver, y vio a un pobre homínido con su rabo entre las piernas escapando a no más ver.
Ay. Buscabas fortaleza, buscabas hierro en mí. Mas yo nunca fui de hierro, sino de indomable agua. Férreo luce tu martillo, que descarga contra mi alma indestructible. Pues fraguando al ángel vivo, tu faz se desmoronó. Y en escoria te perdiste, pobre adefesio desnudo, despojado del embuste a un hombrecillo de carne, de sangre y sin corazón.
Addah Monoceros.