Vivir sin sentir sería un sinsentido.

Vivir sin sentir sería un sinsentido.
The flower that blooms last is the most rare and beautiful of all.

Thursday 17 September 2015

Austrō.

Yo no soy esa mujer.
Jamás fui una estrella. No despuntaba ni en las luces ni en las sombras, ni mucho menos en mi tiempo. Yo gestaba un mundo propio; mi estación, mi era.
Desmembraba blancos y negros y, a la vez, me impregnaba de un espectro de infinitos entintados con notas musicales. Sí, un flechazo prematuro. Los libros de mi estantería hablan de lapsos herméticos que custodio bajo llave y que gusto de evocar cuando los ordeno. Pues he coqueteado con las artes y las ciencias a partes iguales, un amor libre y ardiente que nunca entendió de nupcias. Y son varios los hombres (y mujeres) que quizá se prendaron de mí, todos adoctrinándome en una belleza excedente y casi caduca, un amor ancestral, «de toda la vida». Mas, sin embargo, he florecido bajo el paraguas refulgente de unos valores que he hecho muy míos a lo largo de esta senda que tatúo con mis huellas tartamudas. No soporto las cadenas, esas que adosan a la presa a un corazón tan vulnerable como feroz. Ni soy esposa, ni me esposo. Y no pasa nada, pues todo pasa. Porque tal vez mi hermosura no brille, ni mi cacumen deslumbre. Me abismo en la vida con una intriga revoltosa y un haz de sentimientos tan desbordante como mis sonrisas (y lágrimas). Paso sin ton ni son, al simbiótico compás de una fuga tan loca de atar como la cuerda (conciencia) que me sosiega. Hablo muchos idiomas, pero no domino el de los convencionalismos. Como todos, he arrostrado tormentos, arañazos y contusiones, acoso y derribo. Y he sido mi más preciado secreto. Me disgusta el primer plano, y a menudo me refugio en bambalinas de ensueño. No comulgo con dependencias emocionales, ni preciso adulación continua. Me embelesan las personas fuertes y no soporto ni los mosqueos tontos, ni los burdos y pueriles intentos de reclamar atención. La vanidad no es lo mío. Ser natural no consiste en fotografiarse continuamente ante el espejo del lavabo, y contentar a todos no hace del individuo alguien más egregio. Mis premios y certificados no me adjetivan, pero sí declaman la travesía que he recorrido, vaticinando un futuro inciertamente esperanzador. Soy transeúnte entre estaciones, un barco que zozobra en el vaivén de su reinado. Me adores o aborrezcas, me recluyo al margen de lo inevitable, sin dejar de componer en mi rostro la media luna que me hace llena. Soy esa mujer que rehuye de los tópicos, esa mujer que no anhela ser florero (¿qué flor querría serlo?). Una mujer impetuosa, determinada, que escruta las más recónditas intuiciones pero sabe conservar ese temple, esa gota de gracia, ese porte aristocrático y casi divino que desdeña las autocompasiones y alimenta su autoestima. Y aunque mi cajón de sastre (¿o desastre?) encierre también dudas, recelos, e incluso temores, mi limbo los archiva en un eje de ordenadas en el que mis pros, mis contras y yo somos una sola aurora. Será que la moraleja más hermosa de la vida es hacer de la agonía un antídoto que renace, cual fénix, de una lumbre antaño fría. Pues, ¿quién quiere pies, teniendo alas para volar alto y lejos? Todo (todos) sois mis experiencias, los surcos que el tiempo irá dibujando en mi piel. Etéreo es el pensamiento de cinzelados rasgos que aderezan mis recuerdos y desatan mi risa. Y, algún día, ebria de mi propio elixir, esa mujer que refleje mi espejo despertará un regusto agridulce y risueño. Y yo asentiré con la cabeza, pues este todo disfrazado de infinidades habrá hecho del boceto de mi vida una luz que resurge en el negro de mis ojos.

Addah Monoceros.

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